
Estar en el Patio
Estar en “El Patio de María” es sentir que uno regresa a una casa que no sabía que era suya. Una casa en la que la cal se hace luz, cada geranio de sus macetas se hace confidencia y la fuente, mínima e insistente, susurra secretos de otro tiempo entre las grietas insignificantes de sus azulejos.
Aquí el día se hace azahar y aceite, pero cuando el sol se va a dormir se torna dama de noche y cera mientras la luna, lentamente, borda cuidadosamente cada una de las hojas del viejo limonero.
Me siento y lo escucho despacio porque el patio habla bajo, casi susurrando recuerdos. Habla de infancias, de manteles de domingo, con la voz que riega una y otra vez el recuerdo. Entonces comienza la liturgia del pan y el vino, con platos que saben a verdad a otras vidas. Porque comer aquí es andar lento, dejar que el tiempo pase despacio, quitarse los zapatos y dejar que la conversación sea la banda sonora del tiempo que pasa y se reconcilia con la vida.
Al salir, el rumor del agua acompaña mis pasos y siento que la belleza también es alimento. Siento que, en Córdoba, a veces basta un patio para volver a empezar. Que camino con el corazón descalzo, habiendo aprendido la lengua del pan y el aceite, haber visto el sol de salmorejo y la luna de mazamorra, el aroma indeleble de azahar. Respiro y siento que el tiempo estuvo con nosotros sentado a la mesa y que ahora camina a nuestro lado, como un amigo que, al fin, comprendió que el silencio es buen compañero.